Un compañero de ayer

Publié le par Hermanos del espíritu

Por Amalia Domingo Soler

 

 

Pocas veces salgo de noche, prefiero salir por la mañana temprano, porque el despertar de las grandes poblaciones es muy grato para mi Espíritu, en cambio por la noche, aun cuando asista a una reunión agradable o al teatro, siempre al volver a mi hogar siento una tristeza indefinible. ¿Por qué?... ¡Quién sabe! A mi modo me lo explico y encuentro hasta natural lo que me sucede. En mis anteriores existencias no brillé indudablemente por mis virtudes. En mi vida aventurera no debí distinguirme por mis buenas costumbres, y como por regla general las sombras de la noche se buscan siempre para come­ter los actos más escandalosos, quizás al llegar la noche mi Espíritu, que está sinceramente arrepentido de sus pasados errores, recuerda con tristeza y con remordimiento los siglos que ha perdido corriendo en pos de fáciles placeres, placeres que se convierten después en años interminables de soledad, de esa soledad íntima del alma, estado tristísimo en el cual se paga ojo por ojo y diente por diente.

Sea en fin por lo que sea, la noche para mí siempre es melancólica, en particular si salgo. En casa no experimento ese malestar sin nombre que me atormenta cruzando las calles, nunca mi alma se encuentra tan sola como en esos momentos.

Anoche iba pensativa como de costumbre cruzando una calle de Gracia, cuando de pronto sentí un sacudimiento nervioso. Volví la cabeza y vi junto a mí a una mujer del pueblo vestida pobremente. Llevaba pañuelo a la cabeza y sobre su frente algunos mechones de cabellos pugnaban por salir de la cárcel del pañuelo. El rostro de aquella mujer estaba tan cerca de mis ojos, que la vi perfectamente y no sé qué experimenté al ver su cara pálida y dema­crada en la cual destacaban sus grandes ojos que, me miraban fijamente. Yo también la miré, como queriendo recordar dónde había visto aquel semblante, porque aquellos ojos no me eran desconocidos. La mujer siguió a mi lado y las dos nos seguimos mirando con la mayor fijeza, hasta que yo subí a la acera y ella siguió andando lentamente por el centro de la calle. Entonces la pude ver mejor, y vi con pena que iba encorvada bajo el peso de un enorme saco que llevaba a la espalda. Su diestra sostenía un bastoncillo, aquella mujer era una pobre trapera. Ella iba muy despacio y yo también, nos seguimos miran­do, y cuando volví una esquina me detuve para ver cómo seguía su camino aquel pobre ser que yo recordaba haber visto. ¿Cuándo?... ¿Dónde? Aquellos ojos, tenía yo la completa seguridad de haber cruzado con ellos miradas de inteligencia y de simpatía.

Llegué a mi casa y la figura de la trapera me parecía verla en torno mío. Aquel semblante pálido parecía que cobraba más vida ante mi muda interrogación, y al decir yo mentalmente: ¿Dónde habré visto estos ojos? Al­guien murmuró en mi oído: "Es un compañero de tu ayer".

 

 ¿De mi ayer?

 "Sí, juntos habéis pasado muchos años en diversas existencias". "Entrégate al descanso y mañana seguiremos nuestra interrumpida conversación".

 

Creo inútil asegurar que me acosté muy preocupada. Los ojos de la trapera los veía tan claros que poco a poco parecía que entendía lo que me decían con su fijeza o mejor dicho, que nos entendíamos mutuamente, porque yo, mirándola de hito en hito, decía muy queda: "Si se quitara el pañuelo que cubre su cabeza", y aún no había concluido de pronunciar mis palabras, cuan­do la trapera hizo un movimiento y se quedó con la cabeza descubierta. Su cabello negro y abundante se arremolinaba sobre su frente y en desorden caía en torno de su cuello. Vi entonces la cabeza de un hombre y creí reconocer en él a un ser amigo. No me era desconocido aquel semblante, que yo miraba con el mayor placer. De pronto desapareció de mi vista aquella figura, pero no su recuerdo, y hoy en prueba de ello traslado al papel, aunque muy imperfecta­mente, mis impresiones de anoche, y ruego al Espíritu que contestó a mi pre­gunta que siga su interrumpida conversación, no por satisfacer curiosidad importuna, sino por estudiar en mis impresiones.

"Ya te hemos dicho muchas veces (me dice un Espíritu) que siempre contestaremos a tus preguntas, porque el fin que te guía es noble y bueno. Tú quieres aprender para enseñar, tú quieres ver y hacer que otros vean, el que quiere difundir la luz siempre encontrará soles que le darán calor y vida".

"Para impresionarte precisamente acerqué anoche a ti a la pobre trape­ra, que sin darse cuenta de lo que hacía se acercaba a ti para mirarte, sintiendo a su vez un placer inexplicable cuyo origen no podía adivinar. Ella te miró sin envidia todo el tiempo que pudo mirarte, tú sentiste profunda compasión al verla abrumada bajo el peso de su miseria. ¡Quién te dijera entonces que aquella pobre trapera había sido tu compañero inseparable de aventuras y de atrope­llos, de locuras y desaciertos! Erais entonces dos Espíritus tan afines en vues­tros gustos y deseos, que os bastaba miraros para comprenderos. No estabais satisfechos si juntos no llevabais el escándalo a los lugares más pacíficos, fuisteis siempre buenos amigos, nunca os envidiasteis ni vuestra fortuna en amores, ni vuestros triunfos literarios. Erais dos almas que se necesitaban la una a la otra, se complementaban verdaderamente, porque la fechoría que no inventaba el uno, se apresuraba a inventarla el otro. La cuestión era gozar, vivir sin pensar en el mañana, en el cual ninguno de los dos creía, y lo mismo en plena libertad que enfermos o encarcelados, siempre os fuisteis útiles el uno al otro".

"Este compañerismo duró mucho tiempo, hasta que por causas que no es preciso revelar ahora, te decidiste a cambiar de rumbo, te convenciste de que el mañana es eterno, que acumular desaciertos no es más que forjar las cadenas para muchos siglos, viste que tu inteligencia no supo aprovechar el precioso tiempo en que legítimas victorias te abrían de par en par las puertas de los sagrados templos del saber. El poeta que eleva sus mágicos cantares entre lo más inmundo, el que desdeña las atenciones y los consejos de los sabios, no es digno de ser admitido en los lugares donde se rinde culto al genio. Quien no aprovecha su fortuna no merece ser millonario, y tú viste con profunda pena que tu inteligencia fue perdiendo sus tesoros, o al menos, si no los perdía no podía hacer uso de ellos. Estaban confiscados por tus numerosos acreedores, te encontrabas como el tullido, que tiene pies y no puede andar, que tiene manos y no se puede valer, que tiene lengua y no le es posible hablar. El descubrimiento de tu eterna vida te hizo sufrir mucho, creíste que te sería imposible ganar el tiempo perdido, comprendiste perfectamente que el arre­pentimiento era estéril si el trabajo no acompaña al dolor del corazón. Las religiones, ninguna te ofrecía puerto de salvación, porque siempre has consi­derado que ningún hombre podía abrir ni cerrar las puertas de los cielos. ¿Qué hacer entonces? Lo primero, lo más urgente era pagar deudas, porque un hom­bre rodeado de acreedores no puede estar tranquilo en parte alguna. ¿Tardaré mucho tiempo, preguntaste, en verme libre y renacer de nuevo? Y te contesta­ron: en la eternidad no se anide el tiempo, el mucho y el poco son medidas terrenales. El bien deseado, la victoria soñada siempre se alcanza. No te de­tengas ni a mirar el camino recorrido ni el que te queda por andar, porque nada conseguirás con mirarlo. Al pasado, por mucho que te esfuerces en mirar em­pleando para ello los más potentes telescopios, nunca verás el punto donde caíste por vez primera, y en el porvenir tampoco puedes decir: tanto tiempo me queda de esclavitud, porque el infinito no se puede medir, y como el progreso del Espíritu es indefinido, siempre tendrá el alma una virtud que adquirir, un mundo que conquistar, un problema que resolver, un ensueño que realizar. El vine, vi y vencí de vuestros conquistadores, no es válido en los espacios, porque el Espíritu vence cuando se vence a sí mismo, no cuando vence a los demás, empleando la fuerza o el ardid. Aplicar a la eterna vida del Espíritu los procedimientos que se emplean en los mundos de expiación y prueba es un absurdo: da comienzo al saldo de tus cuentas y cuida mucho de no crearte nuevas responsabilidades".

"Tú seguiste fielmente el consejo que te dieron en el espacio, y con harto sentimiento diste un adiós a tus compañeros de aventuras y de liviandades, que no tan fácilmente se desprende el Espíritu de sus vicios: esos arrepenti­mientos instantáneos sólo se encuentran en las leyendas religiosas. El Espíritu se aficiona indudablemente a todo aquello que le proporciona placer sin tasa. En cambio, la contrariedad, a semejanza de amarga medicina, que cura pero que molesta al paladar, la acepta el Espíritu porque no tiene otro remedio, no porque le satisfaga el sufrimiento. Me refiero en esto a los espíritus no domi­nados por el fanatismo religioso ni por otro fanatismo, porque en las religio­nes hay mártires voluntarios, como en todos los ideales, pero el Espíritu esen­cialmente racionalista (como es el tuyo) no se satisface con humillaciones y desvíos. Podrá estar convencido de que no merece por ahora ser dichoso, pero le humilla, le contraría, y hasta le exaspera su infelicidad".

"A tu fiel compañero de otros tiempos le sorprendió tu determinación, y siguió tus huellas pero con menos fortuna. Su expiación actualmente no tiene comparación con la tuya, giráis en muy distintas órbitas, ¿Y sabes por qué? Porque tú has sabido contar mejor que él, que paga entre miserias y penalidades sin cuento siglos de desenfreno. Tú pagas también, pero al mismo tiempo has tratado y has querido adquirir algo de tu patrimonio del mañana, o mejor dicho, te has propuesto recobrar una millonésima parte de lo perdido. El sufrimiento te humilla, te anonada, te empequeñece. Tú no darías un paso adelante si sobre ti blandiera su látigo el negrero, por eso luchas y has luchado siempre. Tú nunca te has abrazado a tu cruz diciendo: ¡Señor! ¡Hágase tu santa voluntad!, sino que con tu cruz a cuestas ha dicho tu Espíritu: Si hoy no puedo entrar en los templos de la ciencia, entraré en los tugurios, en las cárce­les, en los hospitales, donde se llore, y allí diré a los mártires de la miseria que su dolor no será eterno, que se vive siempre, que se progresa eternamente. Ya has tenido tus horas de debilidad, ya has pensado en morir separando de tus labios el amargo cáliz de tu expiación, pero como no faltaba en el espacio quien comprendiera el trabajo que podías hacer, secundaron tus deseos los buenos espíritus y te dijeron: Trabaja, enseña a los pequeñitos de inteligencia, todo el tiempo que emplees en consolar y en instruir a los demás, será tiempo ganado a la humillación y a la amargura, y tú has hecho en realidad todo lo que humanamente has podido hacer, no por amor a la humanidad, sino por limar y separar los férreos eslabones de tu cadena, porque confusamente re­cuerdas otros tiempos mejores de gloria y de esplendor para tu Espíritu y quieres recobrarlos. Quieres volver al dominio de tus conocimientos plena­mente convencida de que en el lodazal del vicio sólo se consigue manchar las vestiduras, estacionándose miles y miles de siglos, y escarmentado por amar­gas experiencias, sueñas con el estricto cumplimiento de todos los deberes".

 

"Como lección provechosa para tu Espíritu, acerqué anoche a tí a la humilde trapera, que en siglos anteriores tuvo renombre por la galanura de su lenguaje, por su facilidad en la improvisación y su valor a toda prueba en lances y pendencias en garitos y en lupanares. Por el mismo camino ibais los dos, conseguíais los mismos lauros, porque iguales eran vuestros merecimien­tos, y por lo tanto idéntica debía ser vuestra expiación con ligeras variantes de tiempo o de lugar. Tu compañero se abrazó a su cruz, miró hacia abajo y no se encontró digno de elevar su mirada al cielo, y va pagando sus muchas deudas en la humillación, en el anonadamiento, se cree tan pobre que de nada se encuentra digno. Tú en cambio te exasperas por los siglos que has perdido, y resistes a la miseria, al dolor, a la soledad íntima de tu alma, al amargo con­vencimiento de que por esta vez no puedes ser amada como tú deseas, como presientes, como tú adivinas que puede ser amado un Espíritu, y tu esfuer­zo, tu enérgica voluntad de ser útil en medio de tu inutilidad, te ha salvado de sufrir las humillaciones que ves en los otros. Tú, en medio de las mayores amarguras, has elevado tu pensamiento, has sentido sed de infinito. Por eso has encontrado quien haya acercado a tus labios el agua de la salud y el néctar refrigerante del progreso".

 

"La trapera que tanta lástima te inspiró es la imagen del Espíritu humi­llado por su culpa, que no se atreve a mirar al cielo temiendo el enojo de Dios. En cambio, tu razón te dice que Dios no puede enojarse nunca, porque de enojarse se enojaría con su misma obra. Tú crees que se cumplen leyes eternas de lucha y de evolución continua, y las caídas y los desfallecimientos, las debilidades de los espíritus, y los esfuerzos gigantescos de los mismos, para allanar montes, vencer obstáculos, vadear ríos y cruzar mares, este flujo y reflujo de las pasiones humanas no pueden ni alegrar ni entristecer al que no tiene más ley que la ley de gravedad. Tú crees que todo cae del lado que se inclina, tras la culpa va el castigo, tras del sacrificio la victoria y la glorifica­ción. Tú crees y estás en lo cierto, que nada se consigue diciendo hágase la voluntad de Dios, porque la voluntad de Dios está a más altura que las mise­rias y debilidades humanas. La voluntad que ha de imperar es la del Espíritu, ésta es la que ha de luchar y ha de vencer, único patrimonio que Dios le con­cedió al hombre".

"Quede fotografiada en tu imaginación la imagen de la trapera con su saco a la espalda cruzando de noche las calles, buscando en la inmundicia los medios para vivir: colócate junto a ella y mide la distancia que hay de una vida a otra, mejor dicho, de una situación a otra, o de una posición social a otra posición social. Considera que aquel Espíritu fue uno de tus compañeros de ayer, mira lo que se consigue mirando al cielo, soñando con otros mundos y trabajando para entrar en ellos, y repite cien y cien veces que el Espíritu cuando quiere, en medio de la mayor degradación se engrandece, aun cuando esté en un presidio rodeado de asesinos incorregibles. ¿Qué importa? El Espí­ritu rechaza el contagio de la criminalidad cuando dice: ¡Quiero progresar! ¡Quiero ser grande! Y no sólo rechaza el crimen, sino que atrae a la buena senda a los que le rodean. ¡Quién te dijera anoche, cuando pensativa y melan­cólica te dirigías a tu hogar, que ibas a recibir una lección tan útil en medio de la calle!"

 

"Fíjate siempre en todos los seres que a ti se acerquen en momentos inesperados. Acude adonde te llamen, que en todas partes encontrarás moti­vos para estudiar y aprender".

"Si por esta vez en las grandes bibliotecas no has podido pasar largas horas, conténtate con ese libro de innumerables hojas titulado La Humani­dad. En sus páginas encontrarás siempre útiles enseñanzas, no desdeñes la hoja que veas manchada, por leer en la página orlada de flores, que no hay ningún Espíritu impecable, porque si Dios hubiera creado un alma a la cual le fuere imposible pecar, la Humanidad en masa tendría derecho para decirle: ¿Por qué das luz a uno solo y dejas en tinieblas a los demás? Los Redentores, los Mesías, los esperados por los pueblos oprimidos, no son otra cosa que espíritus de larga historia que, cayendo y tocando los resultados de sus múlti­ples caídas, se han sacrificado después por aquellos que antes oprimieron. Existe la igualdad de origen del Espíritu y la perpetuidad de su progreso, rei­nando en cambio la variedad en los procedimientos que emplea cada ser para hundirse o elevarse".

"Cuando el desaliento se apodere de ti, cuando las decepciones te abru­men, cuando la miseria te amenace con aplastar tu vivienda sin saber dónde guarecerte, acuérdate de la humilde trapera (uno de tus compañeros de ayer), y lucha denodadamente para no llegar a tan triste situación".

 

Adiós.

 

Efectivamente, muy lejos estaba mi Espíritu de creer que aquella po­bre mujer me serviría de lección provechosa para no desmayar en mis empre­sas. ¡Cuántos caminos tiene el Espíritu para ir haciendo comparaciones! Cuando menos se espera, cuando uno cree que ha perdido el tiempo, se encuentra que aprende en un segundo lo que no aprendió con largos estudios.

Estoy agradecidísima a mis buenos amigos del espacio, que siempre responden a mi llamamiento. ¡Oh! Si no fuera por ellos, cuántas veces hubiéramos dicho: ¡Señor! Aparta de mis labios este cáliz, ¡Es tan amargo su contenido!... Que la hiel y el vinagre que dieron a Cristo es néctar dulcísimo en comparación de este horrible brebaje que no calma mi sed, ni sacia mi ham­bre. Pero ellos me dicen: no pidas con los labios, sino con tus hechos loables. ¡Bendita sea la comunicación con los espíritus!...

Publié dans espiritismo

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